lunes, 30 de marzo de 2015

Cuentos de cazadores... YETI



YETI

Nació perro perdiguero pero nunca fue un mero medio de caza sino siempre un fiel compañero de sus amos:  Jorge,  el dueño nominal porque a él se lo regalaron, con quien jugaba a la pelota;  Leila, quien lo acariciaba, a la que debía proteger; Mami, quien lo mismo le daba de comer que lo botaba de la cocina a escobazos, de quien debía protegerse; y Papi, con quien no podía jugar, ni lo acariciaba, ni le daba de comer, pero lo llevaba a cazar, su pasión ancestral.

Salían en una bicicleta, a la que Papi ponía detrás una parrilla de madera.   Para enseñarle a ir allí, Papi inicialmente ataba a su propio cinto la traílla del animal, después ni siquiera le ponía collar, ni falta que hacía, porque Yeti saltaba a la parrilla de la bici en marcha cual acróbata de circo a la grupa de un caballo al galope.  Aquella forma de viajar el can la disfrutaba más que su amo, quien durante el trayecto sudaba pedaleando, fungiendo como chofer del ilustrísimo Sr. Perro, quien desde su “calesa” disfrutaba los paisajes.  

Ya en el monte escondían la bicicleta bien adentro de algún cañaveral, Papi  marcaba el acceso con cualquier señal, y se dedicaban a cazar, en ocasiones hasta cerca de una legua del transporte. 

Cierta vez, tras una larga y agotadora cacería, al ir a buscar la bicicleta, el hombre cayó en la cuenta de que había olvidado la señal.  Avergonzado ante el perro, no le comentó nada y, aunque ya caía la noche, cuidó no traslucir pánico ni contrariedad y anduvo busca que te busca de aquí para allá, seguido por Yeti, hasta que éste notó el real motivo de tanto ajetreo después del trabajo, ladró para llamar la atención de Papi, le marcó el rumbo correcto y lo guió al vehículo.  Asombró que, aunque frecuentemente buscaba el zurrón de presas, dejado adrede por Papi en varios sitios, nunca había sido entrenado en el rastreo de la bicicleta.  Evidentemente, ni el hombre ni el perro querían regresar a pie.  Eran ciclistas empedernidos.

Yeti soñaba con las cacerías, se entusiasmaba con las partidas, detectaba los rastros, los seguía, marcaba el sitio de las piezas y, confiado en la puntería de Papi,  esperaba ansioso los disparos, tras los cuales corría a cobrar las presas, tan contento que parecía ir diciendo:

- ¡Ya lo sabía yo!

Si Papi fallaba, el perro lo miraba con el ceño fruncido y la cabeza ladeada, en una expresión interrogante en la que se entendían las preguntas: 

- ¿Qué pasó, Marciano?  ¿Usted se siente bien?  

Papi respondía a su vez poniendo unas caras que el perro interpretaba unas veces como:

- Sí, estoy bien, no te preocupes.

Y otras como:

- No fastidies.  ¿Quieres tirar tú a ver si lo haces mejor?

Tras dieciséis mil años domesticados, los perros de caza ya son de casa.

Desde que Jorge era un niño, Papi lo pelaba sentándolo en un taburetico encima de un taburete.  Una vez, el ya no tan niño quería dejarse la melena pero había visto al “barbero” zafarse el cinto.  Para sabotear el acto, el rebelde con causa hizo una seña a Yeti, a quien vio por la ventana.  Por ahí mismo el can saltó, barriendo con el melenudo.  La tijera y el peine quedaron pelando el aire.  Después, cinto al cuello, Papi peló a Jorge al cero y hasta a Yeti ese día lo habría rasurado si Leila no hubiese empezado a llorar.

Coetánea del campeón de salto, Mami Lolita tenía una puerca, La Calcuta, tan flaca y achacosa que el guasón de mi hermano Jorge, mientras se bañaba, desentonaba así:

La puerca, cuídala Mita
que ya parece un arpón,
la pobre está flaquita
lo digo de corazón.


La pobrecita marrana
el viento la tambalea
porque tiene almorrana
y también tiene diarrea.

[]
La Calcuta malparió una decena de lechoncitos distróficos, que empezaron a morirse al hilo con apenas minutos de diferencia.  Jorge tenía la tarea de enterrarlos sin que nuestra sensible madre los viera, pero mi salvaje y nunca muy trabajador hermano aceleró a su modo el proceso dándole los cerditos a Yeti quien, dados sus genes de lobo, los trituraba como chicharrones y los ingería con sumo deleite.  Cuando el camarero ya le había servido al comensal el cuarto plato fuerte, Leila se fue de lengua con Mami quien salió, vio la comilona -que, claro está, le pareció horrible- y entre furiosa y melancólica exclamó:

- ¡Miren para ese animal inmundo!  Debiera darle vergüenza comerse esos infelices chanchitos.

Desde lo de “animal inmundo”, el orgulloso Yeti había paralizado las mandíbulas y escuchado estático el resto del sermón.  Siguió así otro par de segundos,  sin dudas reflexionando.  Luego dejó caer los restos del lechón de turno, vomitó los anteriores, miró a Mami y se alejó de allí.  Nunca se supo con certeza si el reproche lo había herido en su ego de ex lobo civilizado, o si sólo previó y evitó una confrontación con mi madre.  El caso es que, a posteriori, ni siquiera mi padre pudo lograr que Yeti volviera a comerse otro cochinito muerto.  Jorge no tuvo otra alternativa que doblar la espalda para enterrar todos los restos.

Quizás de tanto correr por el monte con las hierbas rozándole los ojos, o quizás sólo por la edad, el caso es que Yeti llegó a viejo casi ciego, a tal punto que a veces seguía de largo cuando, corriendo tras las guineas, éstas repentinamente torcían el rumbo.  Era el preludio del fin, en previsión de lo cual Papi llevó a la casa un cachorrito (bautizado Mastín), para irlo “calentando” en lo que Yeti “lanzaba sus últimos innings”, y hasta llegó a imaginar lo buen perro que podría ser el novato si aprendía bien del veterano. 

Mas Papi nunca imaginó que aquella transición natural el perro viejo la tomaría como una ofensa. No más llegar el cachorro, Yeti abandonó la casa y se fue con su cruz bajo una mata de zarza, del lado de afuera de la cerca, a la vera del camino.  De nada valieron las invitaciones “a jugar” de mi hermano Jorge, las tiernas caricias auriculares de mi hermana Leila, las llamadas “a comer” de Mami, o las órdenes antes sagradas de Papi.  Siempre había servido a Papi y a la familia cual fiel perro de trabajo, pero si ahora ya debía jubilarse entonces no tenía por qué cumplir órdenes, o al menos así lo entendía él.

Comprendiendo el trance, difícil hasta para un perro, nadie maltrató, ni exigió más, ni cargó, ni le reprochó nada a Yeti a quien, finalmente, le respetaron su decisión.  Cuando llovía se guarecía en el portal, pero entrar no, no volvió a entrar en la casa por el resto de su vida.  Allá afuera Mami le llevaba la comida y los demás iban a visitarlo, especialmente Papi quien todas las tardes sacaba un taburete y se sentaba un buen rato junto a Yeti, ocasiones en las que sostenían largos silencios, en los que sólo algún movimiento conjunto de cabezas revelaba que, hombre y perro, evocaban telepáticamente algún capítulo de sus pasadas aventuras. 

Por allí lo arrolló un tractor.  Murió en brazos de mi padre, rodeado por los demás y sus lágrimas.  Se le enterró bajo la misma zarza, pero de la parte de adentro, de donde nunca fue expulsado, donde aún descansa en paz y se le recuerda con cariño como a uno más de la familia.


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